miércoles, 2 de marzo de 2011

LOS MISTERIOS DE LA CASA DE MI ABUELA


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LOS MISTERIOS DE LA CASA DE MI ABUELA

Cuando era pequeña me llamaban Edilú y pasaba mis vacaciones de verano e invierno en la “La Huerta”, la casa de campo en la que vivía mi abuela. Iba con mis hermanos, Alberto y Carlos, y allí nos reuníamos con cuatro primos. En total éramos siete niños y niñas.

La casa de mi abuela era muy misteriosa, por muchas razones que ya os iré contando, pero sobre todo era misteriosa por la escalera... Nos daba bastante miedo subirla o bajarla... Y, ¿por qué digo que la escalera de la casa era misteriosa? Todo pasó un verano. Nos dimos cuenta de que cuando subíamos o bajábamos en silencio los siete primos –raras veces ocurría eso ya que casi siempre subíamos y bajábamos como locos, gritando y riendo- al pasar nuestras manos por la barandilla la escalera emitía un sonido parecido al maullido de un gato: ¡miauuuu!. Cuando oíamos ese maullido, o grito de fantasma, como decían algunos de mis primos, nos quedábamos todos paralizados en los peldaños como si nos hubieran hecho una foto: con las bocas abiertas por el miedo que nos daba, las orejas estiradas para escuchar mejor y los ojos de espanto casi salidos de sus órbitas. Cuando volvíamos a escuchar el maullido de la escalera ya no soportábamos tanto terror y bajábamos o subíamos corriendo, buscando un sitio donde escondernos.

Una noche, mientras todos dormían, me desperté con un hambre voraz... Comencé a bajar. Puse mi mano en la barandilla para no caerme y en ese momento escuché el maullido extraño. Me quedé pegada al suelo y creo que me crecieron las orejas por el afán que tenía de averiguar desde dónde procedía. Estaba claro que, ese maullido, o grito de fantasma, o lo que fuera, provenía del desván. Se hizo el silencio. Yo sudaba. Comenzaron a temblarme las piernas.

En ese momento la escalera volvió a emitir el sonido espeluznante. Cada vez parecía estar más cerca, era como si bajara persiguiéndome, por tanto corrí hasta llegar a la cocina y cerré la puerta.

Respiré para tranquilizarme y empujé con mi espalda durante rato la gran hoja de madera para que nadie pudiera abrirla. Cuando creí estar a salvo coloqué la enorme silla de la abuela para reforzar la puerta.

Miré en el frigorífico. Había cosas exquisitas y las saqué todas. Las puse sobre la mesa y me senté para disfrutar de mi festín: batido de chocolate, leche condensada, pastelillos de fresa y nata, queso y mortadela.

Cuando estaba enfrascada saboreando los manjares escuché un ruido tras la puerta y, un momento después, alguien empezó a girar el pomo para abrirla.

Me quedé paralizada con un pastel en la mano y la boca abierta de par en par. Cuando comenzó a abrirse la puerta y se cayó la silla, tuve reflejos y me escondí bajo la mesa que tenía un mantel tan largo que casi llegaba al suelo. Desde allí pude ver las patas de un enorme tigre que entraba sinuoso en la cocina. Sólo le veía las patas desde esa postura y, de pronto, dejé de vérselas porque dio un salto y se subió a la mesa. ¡Se estaba zampando mi comida! No lo pude aguantar, se me olvidó el miedo y no pensé más que en defender lo que era mío. Salí de debajo de la mesa diciendo ¡fuera! ¡Deja mi comida! Cuando terminé de decir esas frases ya estaba de pie mirando al tigre. Bueno, tigrito; bueno, gatazo; en fin, gatito atigrado...

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